El arriero o la “heroicidad ignorada”

OPINIÓN
Por Julián Macías Yuste

De La Ilustración Española y americana.
De La Ilustración Española y americana.

No era posible que, en un pueblo que estaba creándose como una deseada joya en el entorno de las Siete Villas, a base de la inigualable creatividad y laboriosidad de sus honrados parroquianos, no se hiciera extensiva dicha cualidad no solo a sus petaqueros artesanos sino también a los abnegados arrieros que, en un respetable número, se encargaban del transporte y trasiego de infinidad de productos, la mayoría de primera necesidad, y que sin su inestimable contribución la vida social del pueblo hubiera resultado imposible.
Era éste un trabajo que podríamos denominar como muy duro y odioso, pues no solo lo hacían de extrema dificultad las inclemencias del tiempo, como los calores tórridos de estas latitudes, sino los fríos intensos del largo invierno, así como también las dificultades extenuantes que añadían los innumerables días de lluvia que aumentaban de manera exponencial el transporte a brazo. También contribuían de forma muy negativa para la mayoría de las personas que, el trato con las acémilas y otras caballerías, no serian capaces de realizarlos cualquiera, pues ese trato con los animales de carga solo algunos privilegiados podrían llegar a conocer, dominar y soportar, sin soslayar ya poco menos que desagradable cuidado de su alimentación y limpieza.
El trabajo más frecuente era el que se realizaba de la dehesa al pueblo, y las mercancías más significativas de este objeto el carbón, cisco y picón, así como la corcha, bornizo, y curtido, por no hacer interminable la lista.
Y en este devenir de la sagrada tarea diaria para ganarse el sustento y que la mayoría de las veces terminaba en un extenuante cansancio, no era suficiente para anular los gozos que sentía pura de querubín cuando las realizaba, la mayoría de las veces, en su amada dehesa, a la que cuidaba y mimaba hasta límites insospechados.
Hemos de convenir que la palma de su cuidadoso esmero en la protección de su entorno recaería sobre las pozas y pequeñas fuentes, de riquísimas, frescas y saludables aguas de ajustado componente ferruginoso y que él llamaba herrumbrosas. Junto a ellas siempre un “cucharro” de corcha como artilugio para poder beber, una vez retirada la nata protectora que ella misma se encargaba de generar, sabe Dios con que otra finalidad.
Y, de no ser así, las dificultades que acarrearían su destrucción serian sumamente perniciosas, no solo para él, sino para la inmensa fauna del bosque.
La dehesa, que era la fuente principal de sustento, se cobraba un elevado canon de riqueza de sus productos, y que todos los que de ella vivían estaban siempre bien dispuestos a satisfacer, en aras de esa primitiva pero justa sociedad de simbiosis del “tu me das y yo te doy”.
Para el profano que atraviesa por primera vez la extensión de su entorno, puede quedar impresionado, sobre todo, por su frondosidad, pareciéndole, al mismo tiempo, grande en su soledad y su silencio. Pero nada más lejos de la realidad. La dehesa es el hábitat de la Naturaleza en la que viven, no solo vegetales, sino infinidad de animales, aunque nos parezcan terrenos yermos y deshabitados. Y como terreno sumamente habitado produce un bullir de la vida que es necesario reconocer, sentir, e incluso, interpretar.
¿Y qué mensajes de la Naturaleza son los que más nos acercan a su conocimiento y respeto?
Basta oír el sonido del agua, el bisbiso de la lluvia fina, la seriedad del chaparrón, la musicalidad del lento goteo de la grieta de la roca, la alegría de la cantarina fuentecilla, el murmullo reflexivo del arroyuelo, o el amenazante sonido del torrente.
¿Y qué otros sonidos nos dan fe del esplendor de la vida y que influyen en el ánimo de nuestra propia existencia? Basta oír los más sonoros como el grillo o la cigarra, aunque sin tanto alboroto, haya infinidad de ellos. Pero ¿ de verdad sentimos el desagradable graznido del cuervo, el embelesador trino del jilguero, o el más cariñoso y acariciador arrullo de la tórtola y la torcaz? Y llegados a este punto nos preguntamos: ¿No habremos llegado, como consecuencia de tanta tecnología, a arrinconar gran parte de nuestros dones naturales, que son consustanciales con el alma humana, en el “salón en el ángulo oscuro, como nos rimaba Bécquer? ¿Conservamos íntegra nuestra capacidad de reaccionar ante la belleza, la ternura, la inmensidad, o la profundidad de nuestros propios sentimientos? ¿Somos aún capaces de exteriorizar nuestros dones como la imaginación, la creatividad, la inventiva con la que conformamos nuestra vida interior, o permanecemos impasibles, indiferentes o como ajenos a la alegría, el amor, la humildad y la sencillez con la que la Naturaleza nos regala diariamente para el placer de nuestros sentidos?
Pues el arriero, que en su apariencia externa nos podría parecer un ser tosco y poco pulido, de brazos y piernas del acero toledano, su espinazo un poco más flexible, pero del mismo metal en la que enrollaba una faja negra que le protegía la riñoná, de la que se ajustaba una vara de adelfa, su tez de bronce, surcado de arrugas prematuras, largas sus patillas, los dedos de sus manos hipertrofiados, todo el velludo y que le daban su peculiar apariencia del titán mitológico.
Pero él sí sabía comprender, interpretar e incluso copiar lo que percibía de la Naturaleza porque sus sentimientos eran límpidos, profundos y amorosos, además de delicados, como corresponde a su alma inmaculada, sin tacha, sin rencillas ni rencores.
El hombre, que es sociable y gregario por naturaleza, encontraba muchas veces en la soledad el único inconveniente que le incomodaba sobremanera, pero él combatía rápidamente con sus propios medios.
Basta que oyera un ligero piñoneo del perdigón seguido de un quedo “cuchichí” de contestación de la hembra, para que, dando rienda suelta a sus sentimientos más íntimos y sus emociones contenidas, se arrancara por serranas o rondeñas con lo que el fingido silencio de la dehesa reventara como una explosión de riqueza sobrehumana y revitalizante se tratara, pues, no en vano es el propio dueño y señor del bosque, en su conjunto, en el que se dirige al infinito para cantar sus entrañables y complicados sentimientos.
Si pormenorizáramos en su tarea diaria, necesitaríamos varios capítulos, para concretarla. No obstante, contaremos algunos retazos condensando en algunos versos la actuación de sus comportamientos sumamente extraordinarios.
Y era su costumbre inveterada, en su regreso a casa, una parada en el ultimo ventorrillo, del que nos ocuparemos otro día.
Mientras apagaba su extenuación y algo su sed con un vaso de vino, un pensamiento que se ha ido apoderando de su voluntad consigue aflorar:

La rubita que me quiere
Me está esperando en su reja
Pronto llegaré a consolarle
De mi prolongada ausencia.

Ya no demoro la espera…
Que sus besos dulces son
Como de miel y canela,
Sus caricias, como un don
De mis fatigas me curan.

Su aliento me da frescura,
Casi no siento el dolor.

Y, apretando el paso, como nos cantaba Yupanqui “Cuando pa Chile me voy/ cruzando la Cordillera/ vengo ligero, corriendo…/ una chilena me espera/ y se difuminara poco a poco en las primeras sombras de la noche…

Cantándole a su pensar
El arriero traspone
Deseando ya llegar
Al nido de sus amores…

Y cuando la noche extienda sus brazos, ya el arriero casi acaba su jornada, dejando tras de sí jirones de su azarosa vida:

El eco del cante se apaga,
Y el son de las herraduras,
Ya viene la noche oscura,
La dura jornada acaba…

Quedan solas las veredas,
Calladas y oscuras van quedando,
Cante y calor su sitio van dejando
Al frio rilar de las estrellas.

Pero recuperaran al instante
Su color y su alegría
Cuando llegue el nuevo día
Y el arriero y su cante-

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