Una preciosa estampa de la primavera ubriqueña

Texto: Julián Macías Yuste

En aquellos días, ya inconfundiblemente primaverales, en los que las horas de luz y la temperatura habían superado ampliamente a las oscuras y frescas invernales que acababan de terminar, de las pequeñas, pero bellísimas casitas que conformaban el incomparable y majestuoso marco del ubriquealto, abigarradas en su conjunto bajo la protección rocosa del Tajo, que más bien daban la sensación de portalito de Belén que de mano humana, como era ese núcleo primitivo y antiguo de la bien ponderada villa, por las empinadas y estrechas callejuelas, que ya empezaban a estar sumamente engalanadas de infinidad de flores, así como perfumadas del dulce jazmín, y el embriagador azahar de numerosos naranjos, y sobre todo del limonero, que en gran número, cargados de su beneficiosa fruta para el campo y agradabilísima vista para el espíritu, ornamentaban los patios y terrazas, bajaban las primeras mozas, sus paneras cargadas de ropa, apoyadas en el cuadril, que no era sino el resalte natural de sus ensanchadas caderas con su estrecha cintura, que da lugar a la genuina e inigualable figura femenina, y que con su acompañado y cadencioso movimiento, realza, aún más si cabe, el natural de su atractivo, ya de por sí subyugante y seductor en grado sumo.
Por el angosto sendero que conduce a los manantiales serranos ubriqueños, henchidos a reventar por las últimas lluvias, remangadas las faldas por encima de las rodillas, sus brazos al aire, más que imagen impúdica, eran un claro exponente de juventud y lozanía que, como la sardinera de Santurce cantada en la famosa canción, eran la admiración y el orgullo de este enclave serrano.
Pero, además, en mi imaginación pueril, que había enriquecido con lecturas de algún clásico latino o de la literatura española, tan rica ésta de innumerables matices, lo que yo creía percibir, más cerca estaba de gigantes, que de molinos de viento.
Así pues, ese día que narramos, las aguas brotaban del interior de la sierra más puras, limpias, frescas y cristalinas que de costumbre, aunque parezca extraño, así era. Las anguilas, aun pequeñas, que, desde el mar de los Sargazos habían cruzado el Atlántico en busca de estas fuentes donde la oxigenación era perfecta, y, por tanto, adonde su desarrollo se completaría más rápido y completo que en cualquiera otras aguas, serían afortunadas espectadoras de la tarea femenina.

Vista panorámica de Ubrique.

El ruiseñor, que había sido con sus trinos el gran tenor, sobre todo en la noche, que, junto con el murmullo de las aguas, lograban una sinfonía de musicalidad imposible de igualar, recibían en estas incomparables fechas la del muy bien engalanado jilguero, que de trinos menos potentes eran de una dulzura tan exquisita que embriagaba el oído más exigente, y las oscuras golondrinas cantadas por Bécquer, que yo desde luego veneraba, creyendo a pies juntillas la leyenda que las ubicaba con sus gráciles y acrobáticos vuelos, desembarazando de espinas la frente de Cristo clavado en la Cruz, habían aumentado su empeño de su quehacer diario para conseguir que no hubiera insecto o molesto mosquito que importunara a nuestras atareadas nereidas.
Incluso el tapiz floral sobre el que se asentaría su limpio y escamondado ajuar y recibiera los cálidos rayos solares que contribuirían a su blanqueado y secado, lucían un espectacular esplendor más bien fuera de lo común, así que, desde las más modestas margaritas y vinagreras hasta el lisonjeado lirio, aquel del que se decía que “ni Salomón, en todo su esplendor, pudo lucir galas que se pudieran comparar a su natural y agreste belleza”, habían amanecido ya prestos a lucir sus mejores galas que sirvieran de inigualable alfombra para los descalzos pies de nuestras hacendosas doncellas.
Pero es que también, en la profundidad recóndita de la incomparable y beneficiosa dehesa, aparecía en estos días de ensueño primaveral, acompañada de su numerosa y agraciada prole, una muy guapa campesina, con su cesta, llena a rebosar, de los componentes de su humilde ajuar.
Al contemplar de su esbelta figura, llegué a comprender que bien pudiera tratarse de una de las musas que inspiraron al de Santillana, aquellos versos, primicia del naciente lenguaje castellano: Moza tan fermoza/ non vi en la frontera/ como aquesta vaquera/ de la Finojosa.
Dirigiéndose a un pequeño arroyuelo que la tumultuosa garganta había ensanchado en su última y espectacular crecida, lo suficiente para este menester, y que de las lamas de crecidas anteriores habían logrado de esta feraz tierra, un pequeño llanete que le sirviera de tapiz, de espectacular belleza, adonde tender y solear su higiénica tarea comenzaba. Como digo, ese mullido prado compuesto del carretón, la sulla, tréboles y poleos, alguna orquídea silvestre, de rara belleza, la roja amapola, y otras pequeñas, pero preciosísimas flores, además de tendedero, servían de mullido colchón para los juegos y retozos de sus pequeños.

Mas, hete aquí, que el bullidor silencio que aparenta el bosque en su lejana soledad, en el que destaca el rítmico canto del cuco o el de la abubilla, que saludan con cariño la vuelta a la tierra que las vio nacer, así como el suave arrullo de la torcaz, o el melodioso trino de la dorada oropéndola, mientras cuelga su nido de la rama más inaccesible de un gigantesco chaparro, quedara, todo , en una expectante pausa pues será la muy bien timbrada voz de nuestra protagonista la que se hará dueña y señora de todo lo que le rodea con esta y otras canciones propias de estas costumbres serranas:
Le pregunté a la montaña/ que si tú a mí me amabas/ y la que el Sol temprano baña/ solo el eco me enviaba/ … y al viento yo le decía/ si sabía de tus amores / pero solo me traía/ el perfume de tus flores/. Luego… al Cielo demandé/ que si tu a mi me querías / y yo al momento escuché/: “más que a la vida mía/. Y mientras que con su canto por serranas y alegrías distraía, de camino, algunas tribulaciones de los muchos quehaceres diarios, con una tejoleta de jabón casero que habían fabricado entre varias vecinas, utilizando aceitones, viejos y refritos, con algún resto de alpechín emulsionado con sosa cáustica, se afanaba en dar lustre a su ajuar, quizás un poco ajado y raído, que en los fríos y oscuros días del invierno solo habían recibido la ayuda de una “cerná” de las cenizas de picón y cisco de ramas de centenarias encinas y quejigos del hogareño brasero, pero que era remedio eficaz contra las manchas más reticentes, porque ahora con estos soleados días ya no eran necesarias. Y era tanto su mimo y cuidado que, más que usadas sábanas de la un poco áspera muselina, del trato y el cariño recibidos, adquirían ese suave tacto de las afamadas de Holanda, que se complementaban, junto con la ropa interior, de una prolongada administración de sahumerio que las hacia sumamente perfumadas y que, en caso de quedarse en el viejo arcón de los abuelos, se les colocaría un membrillo que realizara esa aromada función.

Ubrique, años 70 del siglo XX.

Y ya la tarde, que envidiosa de los espectaculares y bellísimos amaneceres, no queriendo ser menos, obsequiaba al entorno con su maravillosa puesta de sol, en los que destacaba ese rojizo color púrpura encendido, inigualable, junto a la delicada gama de colores desde el naranja hasta el celeste purísimo, solo conseguidos por la Madre Naturaleza, y una suave y templada brisa envolvía a los campos confiriéndoles esa sensación de paz que nos deseaba el día, que, poco a poco, se iba despidiendo.
Y, llegados a este punto, aunque no sea el objetivo principal de este pobre artículo, creemos que se hacen imprescindibles algunas consideraciones que complementen, de alguna manera, el comportamiento de esas personas que hoy nos protagonizan para su más exacto conocimiento:
¿De qué especiales dones está dotada el alma humana que hace que los trabajosos y agotadores quehaceres familiares sean realizados sin el más mínimo atisbo de rechazo por muy gravosos que estos sean, antes bien, sufridos y realizados con el convencimiento de un claro exponente de una exultante e incontenible alegría interior?
¿Qué hace que un vínculo irrompible e invencible ilumine con su cegadora luz a ambos progenitores para que el mayor tesoro que logramos poseer que no es otro que el dar la vida, nos haga ver la necesidad que su creación, desarrollo y conservación, ha de permanecer intacto e incólume en el tiempo?
Y en cuanto a la sencillez y escasos recursos ¿podrían estos restar algún grado de insatisfacción lo suficientemente poderoso para que podamos considerar a quien así vive como desgraciados o dignos de lastima?
Deberíamos entonces recordar que “No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”.
Pero, además, es muy posible que esa vida humilde sea regada con generosidad por esa ignota y ansiada fuente cuyas venturosas aguas confieren el disfrute de la dicha y la felicidad “per Semper”.
Recordando la filosofía cartesiana podríamos afirmar que la Felicidad sea un ente de razón, pero que necesita del alma para que consustanciarse en sí, y, por lo tanto, existía en ella.
Para mi abuela Marta, a la que acompañaba hasta un pequeño remanso del río Alagón, sobre todo cuando el Tajo bajaba crecido, y para mi abuela Rosario, a la que no tuve la dicha de conocer, pero que con sus once hijos, hubo de haber sido protagonista de estas líneas en más de una ocasión:

Cargada de ropa en su panera
camina con su falda de colores,
al río, donde cantan ruiseñores,
sin anillos, ajorcas ni pulsera.

Le acompañan y les sirve de niñera
siete niños que colman sus amores,
le ayudan y tienden en las flores,
disfrutan de la tarde en primavera.

Regresan a su choza en la ladera…
un palacio de dichas y primores,
apila leña seca en su leñera,
amasa el pan, jabato en su caldera.

Es el uso de honrados labradores.
Felices de vivir a su manera.

 

Julián Macías

 

 

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