'Para el día más grande de Ubrique', por Julián Macías Yuste

Imagen de la Virgen de los Remedios.
Imagen de la Virgen de los Remedios.
Texto: Julián Macías Yuste
(Maestro nacional emérito)
El verano parece que había empezado a tocar retirada. Los amaneceres, siempre preciosos, se vestían de unas sutilísimas gasas que cubrían las húmedas huertas junto a los márgenes del río y que se elevaban hacia los tajos de la sierra hasta que pronto el sol las desvanecía. Eran, por tanto, frescachonas las mañanas, lo mismo que fue el relente de la noche. En los dorados y ya más cortos atardeceres, innumerables bandadas de gorriones que, terminadas sus nidadas, que debieron ser más de una por pareja y que por su elevado número habían sido abundantísimas, ocupaban ahora los inigualables árboles de los Callejones, cuyas hojas, de un verdor maravilloso, ofrecían aún una incomparable sombra, fresca y apetecible, en las horas de más calor, al paseante que disfrutaba de ella.

Una algarabía muy ruidosa se extendía sobre sus copas como si se disputaran a los sones de sus estridentes trinos los mejores sitios en las frondosas ramas para sus dormidas.
El sol, que con su calor maduraba los frutos, ya no nos acompañaba tantas horas al día, haciendo que las temperaturas ya no fueran tan extremas. Los niños subíamos a la sierra a coger algarrobas que nos parecían más tiernas y sabrosas
mientras que los árboles destilaban sobre las piedras que los sustentaban una especie de melaza a la que acudían también las abejas.
Las zarzas que, cerca de los arroyos, o incluso en los bardos de las heredades, marcaban y defendían sus lindes, nos ofrecían sus arracimados y suculentos frutos a los que accedíamos con un palo garabato, que guardábamos celosamente para ésta y otras ocasiones, y que con su inestimable ayuda nos acercábamos los espinosos tallos hasta
conseguir acceder a las moras, de sabor inconfundible, todo ello con un celosísimo cuidado para que por culpa de un tirón inconveniente hiciera caer las más gordas y por ende más maduras que luego serían imposibles de recoger entre las marañas de tallos espinosos, los más ya secos y viejos, pero bien armados de espinas. Y aunque el lance recolector siempre terminaba con pinchazos y rasguños en zonas tan sensibles como las yemas de los dedos, un buen puñado de exquisitas moras bien lo habrían merecido.
Pero el sol también había madurado los ocultos churris de las palmichas, sobre todo, las de las laderas arenosas y arcillosas pedregosas y que también era objetivo del infantil acopio frutícola asilvestrado. Su sabor a sus parientes los dátiles les era común aunque de tacto bastante más áspero.
Pero de todos ellos eran los chumbos los que más me llamaban la atención, me parecía simplemente inverosímil que aquellas palas armadas por toda su superficie, gruesa y carnosa, con las más afiladas y largas espinas que jamás había visto, que de solo mirarlas te recordaban el impedimento de acercarte a ellas, pues daban miedo hasta de lejos, pudieran ofrecer un rechoncho pero refrescante y dulcísimo fruto. Y era en las horas del amanecer, cuando el maravilloso esplendor del lucero del alba anunciaba ésta con su efímero pero singular brillo, que acompañaba a un familiar armado de una larga caña como la de recolectar los limones luceros que en la mayoría de los patios de las casas eran de obligada tenencia por las virtudes salutíferas que a ellos se les atribuían, manipulada en uno de sus extremos, abierta en una cruceta en horquilla para encajarlos y al torcerlos romper sus pedúnculos, un cubo o espuerta y una escobilla, raída y viejuna, para proceder al barrido de sus cáscaras cubierta de lunares constituidos por finas espinas. Las blandas de la noche que por estas fechas anunciaban una creciente humedad, habían hinchado sobre manera el ubérrimo fruto de la humilde chumbera que había nacido en las hendiduras de los rocosos y casi inaccesibles riscos serranos y que ahora ofrecían tan suculentos frutos, unos, una vez pelados de color verde, suaves y tropicalizados de sabor, y otros de un llamativo color rojizo, más dulzones, que constituían de por sí un buen aperitivo para el desayuno,
moderándose su consumo por la fama de estreñidotes que bien o mal ganada tenían.
Y si las mencionadas blandas de la madrugada (contribuyeron de alguna manera) de aquellas noches, ya septiembre, cuajadas de miríadas de rutilantes estrellas que hacían que el ser humano se sintiera insignificante y empequeñecido ante la inmensidad estrellada y de su espectacular y subyugante visión, contribuyeron de alguna forma y manera a la provisión de humedad y frescor que les caracterizaban. Yo tenía claro que el caluroso rayo del sol veraniego era quien más había puesto en el engendro y maduración de las apetitosas frutas, pero que en mi infantil pensamiento abrigaba que la luna de agosto que, al encontrarse en su perigeo, había sido espectacularmente brillante y bella, no solo por su insólita luminosidad sino por su fuerza de lo común tamaño, y que, según me contaba mi padre, hombre que poseía un
acentuado acerbo cultural humanístico tanto heleno como latino, desataba las más recónditas musas que inspirarían a los privilegiados artistas que por ellas fueran visitados y que con sus etéreas insinuaciones dieran lugar a las más variadas composiciones artísticas, sobre todo románticas, sin cuyas colaboraciones no hubiesen sido posibles, aunque era de todos sabido que la mera contemplación selenita, en esas noches de profunda y delicada belleza, a cualquier mortal abriría su espíritu para que escaparan esos insondables sentimientos, sobre todo amorosos, que no son patrimonio exclusivo de los afamados del arte, aunque ellos sean los que mejor consigan expresarlos.
Y por todo esto considero que las excepcionales apariciones lunares debieron influir de manera decisiva en el desarrollo final del fruto y de su bondad y apariencia, sobre todo en su grado de frescor y turgencia.
Dicho esto, con la caña en ristre, armados con el cubo y el escobajo, cuando el lucero aún se enseñorea de las primeras
luces luciendo un tamaño y una luminosidad que arroban los sentidos, antes de que los primeros rayos solares pudieran ajar la delicadeza de los chumbos, aunque éstos fueran fruto de la rusticidad del entorno de su nacimiento, además de cuajados de espinas, pues las rosas, también acompañadas por ellas poseen el aroma y el color que muchísimas otras flores envidian, dimos de lleno en su esmerada recolección, colocándonos a favor de la ligera brisa mañanera para evitar las posibles espinas diminutas pero peligrosas, si como aceradas saetas, hicieran blanco en las escleróticas de los más distraídos y de los menos advertidos por su bisoñez en tales lides.
Pero, además de estas inauditas excursiones a las agrestes frutas ocasionales, y que de alguna manera rompían la  monotonía veraniega, se percibía en toda la Villa una como nerviosa actividad que hacía solo unos días parecía fuera de la simplemente diaria. En los comercios de tejidos iba aumentando el número de ventas de las telas más caras y más llamativamente bellas. El percal, el organdí, gasas, el suave y sedoso surach, y otras imposibles de recordar eran retiradas en apreciable cantidad, mientras que las costureras no daban abasto. Como era natural, se aprovechaban sobremanera los vestidos de años anteriores, sobre todo los niños, y las amas de casa con el dedal y la aguja, echando en las costuras, adecuaban en lo posible el terno a la nueva configuración anatómica. Los sastres en idéntica tesitura, a pesar de estirar hasta límites prohibitivos su jornada, se verían muy apretados para cumplir sus numerosos encargos. El tamburini y el gorina bien el propio o el heredado, que llevaba meses durmiendo en el aroma de las bolillas de  alcanfor, se rescataban del fondo de los roperos y arcones, para que perdieran tan penetrante olor, siendo sustituido por el de jazmín, el nardo, e incluso el de maderas de oriente en las damas o el dandy en los caballeros. Las peluquerías haciendo permanentes hasta bien entrada la noche y el maestro barbero sin encontrar el más mínimo resquicio para visitar, aunque fuera el merecido y anhelado trago de campana, al maestro tabernero adyacente.
Y esa fiebre por la exquisitez elegante, limpia y decorosa lo invadía todo. Desde hacía días las caleras del Camino Ronda elevaban sus altísimos penachos de humo como si la Sierra se hubiera convertido en más de un vesubiano paisaje. Unos
borriquillos recorrían las empedradas calles pregonando esos pedruscos calizos que sabiamente disueltos en la purísima agua de por aquí, extendidos sobre las paredes desde el mismo suelo hasta los aleros, trabajosamente, con los toscos pinceles de palmas, hasta conseguir que su blancura inmaculada hiriera las retinas más atrevidas acabando de recibir los dorados rayos del astro rey.
Hacía muchos días que Emiliano, zapatero del remiendo por profesión, pero peritísimo artificiero por vocación, en la soledad del abandonado convento, terminaba sus artesanas labores sin compañía alguna, quizás como singular medida de precaución. Y con esmerada paciencia y suma precaución iría colocando con las cañas y las varillas de eneas, los que luego darían lugar a los esperados y siempre admirados fuegos artificieros, ilusión infantil y no así menos de los mayores, que abrirían la víspera nocturna del más esperado y grandioso día de la Villa. Hasta mi abuelo Diego, que en su bien ganado afán de ofrecer este día lo mejor y el más afanado éxito del celuloide, había tenido la acostumbrada trifulca con los muy escurridizos peliculeros para conseguirlo, y que en más de una ocasión le oí decirlo “moño, Diego” que estrena usted lo más selecto del repertorio antes que la Gran Vía madrileña y nunca está usted contento”. Y era verdad pues sus afanes no eran los meros éxitos comerciales sino los de unirse de alguna manera a la grandiosidad del día.
Y llegado éste, no defraudaba a nadie que con tanto empeño habían ayudado, de cualquier manera, a su excelsa solemnidad. Los rayos del Sol eran más dorados que otras veces y la Sierra, mayestática, relucía como nunca. Las casas del pueblo apiñadas unas con otras bajos los tajos y peñascos serranos, más bien parecían gema valiosísima engarzada en la más insuperable joya. La Diana Floreada que rompió el día y que ofrecía la Banda Municipal bajo la magistral y reconocida batuta de Don Juan Chacón y que la noche anterior había amenizado los prolegómenos de los Fuegos para terminar en Concierto en el centro de la Plaza, más que Pasacalles parecían escogidas obras de la siempre apreciada música española. Y ni que decir tiene que los bares se esmeraban aún más en servir lo mejor del aperitivio culinario ya de por sí más que suculento. Incluso las gaseosas de zeñó Juan el del Salón Moderno junto a sus sifones, me parecían al abrirlas tener un cierto parecido al cava de reserva.
Y llegó la hora de la Procesión. La muchedumbre esperaba ansiosa el anhelado momento y en medio de los estampidos de los cohetes que resonaban una y mil veces hasta lo más recóndito de la Sierra y a los sones musicales del Himno Nacional aparecía inconmensurablemente bella la Gran Señora, Patrona de la Villa, la Santísima Virgen de los  Remedios, recibiendo los cariñosos aplausos de la muchedumbre asistente. El recorrido procesional por las más que acicaladas calles, los balcones engalanados para la ocasión con los más valiosos y apreciados trabajos bordados en colchas y manteles a modo de singulares tapices, hacían que el recorrido entre dos luces y hasta la cerrada noche, entre el tipismo que de por sí el mismo pueblo posee y la contemplación del Paso hacían que las imágenes que se  contemplaban desde cualquier ángulo de observación fueran todas de extraordinaria belleza plástica y de imborrable recuerdo. Y una vez terminado el tan ansiado recorrido, de vuelta a las puertas de la Parroquia, con la Plaza aún más abarrotada si cabe se cantaba la Salve como despedida entre gargantas rotas pro la emoción y alguna que otra lágrima a
punto de ser derramada en los rostros que más serios querían parecer. Y si todo esto, en mi alma juvenil, me causaba una extraña sensación de contemplar algo sobrenatural, no lo era menos que en mi inquieta curiosidad había observado la más perfecta y grandiosa muestra de fervor en las caras de mis convecinos que no había tenido la suerte de contemplar anteriormente. Para mi era fácil comprender cómo se exterioriza el miedo, la alegría, incluso el amor. Pero ese arrobamiento, ese fervor en suma, que no es ni fanatismo a ultranza ni simple fascinación, que no fascismo, ¿qué naturaleza tenía? ¿por qué se desarrollaba en toda su intensidad solo en este día y en estos únicos momentos? Si quisiera dar una respuesta filosófica a estas y otras preguntas no terminaríamos este sencillo relato.
Y por último ¿mereció la pena tanto trabajo y afán? Y a mi modesto entender sí mereció la pena porque antes de que se cerraran las puertas de madera de la Parroquia, que no las del Corazón de la Gran Señora, que siempre permanecen
abiertas de par en par para todos: volver a verla el año próximo, deseo que al momento era complacido. Y el año siguiente la Plaza estaría otra vez a rebosar, y los que no pudieran estar físicamente por la enfermedad o la lejanía geográfica rememorarían el recuerdo con una fuerza y fidelidad sobrenaturales. Y los que murieron en ese intervalo
temporal de seguro que la contemplan para siempre en su Corte Celestial.
Y haciéndome eco del más legítimo sentir ubriqueño me atrevo humildemente a afirmar:
Es de Ubrique su Patrona
la Virgen de los Remedios.
El Trabajo por Corona,
Paz y Salud. Ella en medio …

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